Reflexión
Augusto Flores
Es frecuente oír a algunos cristianos decir que la Navidad les produce nostalgia y tristeza, porque echan de menos a los seres queridos que ya pasaron a mejor vida. No han entendido nada. La Navidad no es reunirse la familia una vez al año para cenar juntos, si en nuestro corazón no está latente el pensamiento del regalo más grande que Dios ha hecho a los hombres: enviarles a su Hijo para que se haga uno de ellos y enseñarles el camino para llegar al Padre.
La Navidad sólo puede producir alegría. San León Magno
comenzaba así una de sus Homilías de Navidad:
“Hoy ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo
dar lugar a la tristeza cuando nace la vida para acabar con el temor de la
muerte y llenarnos de gozo con la eternidad prometida... Exulte el santo porque
se acerca el premio; alégrese el pecador porque se le invita al perdón; anímese
el gentil, porque se le llama a la vida”.
“Así, pues, el Verbo, el Hijo de
Dios, se hace hombre para libertar a los hombres de la muerte eterna. Para
tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se
ha abajado de tal forma, que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no
era, unió la condición de siervo (Flp 2,7) a la que Él tenía igual do lo que
era y asumiendo lo que no era, unió la condición al Padre, realizando entre las
dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo superior fue disminuido por
esta asunción...”.
“De no haber sido Dios no nos habría proporcionado remedio;
de no haber sido hombre, no nos habría dado ejemplo... ¿Qué alegría no causará
en el humilde mundo de los hombres esta obra inefable de la bondad divina, si
provoca tanto gozo en la esfera sublime de los ángeles?”
“Exultemos en el Señor
y alegrémonos con un gozo espiritual, pues se ha levantado para nosotros el día
de una nueva redención, día de una felicidad eterna”.
San Pablo en su Epístola a los Filipenses (4,4) insiste en
la misma idea:
“Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: Alegraos”:
La promesa hecha desde la creación del mundo se va a cumplir
una vez más: el nacimiento de Cristo llena de alegría nuestros corazones, al
convertirse en Emmanuel (Dios con nosotros).
“No temáis, porque os traigo una
buena noticia -dijo el ángel a los pastores- una gran alegría para todo el
pueblo: hoy, en la ciudad de David [Belén], os ha nacido un Salvador, que es el
Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11).
“En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba
junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a
Dios... y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,1-14). La
carne de Jesús, su existencia humana, es la tienda del Verbo. “A cuantos le
recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre” (Jn
1,12).
Cuando el ángel Gabriel saludó a María, se dirige a Ella con
estas palabras:
“¡Alégrate, llena de gracia!”, como más tarde diría a los
pastores: " ¡Os anuncio una gran alegría!”.
Cuando subió a los cielos, Jesús usó
la misma expresión para despedirse de sus discípulos: “Volveré a veros y se
alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16,22).
El
profeta Sofonías también dirá: “¡Alégrate, hija de Sión! ¡Grita de gozo,
Israel!... el Señor, tu Dios, está en medio de ti” (Sof 3,14).
Siempre que Dios
se acerca a los hombres, hay motivo de alegría.
La salvación que trae el Niño prometido se manifiesta en la
instauración definitiva del reino de David: “Tu casa y tu reino durarán por
siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Sam 7,16).
María, al
saber que iba a ser madre de Dios de un modo especial, sin romper su
virginidad, respondió: “Hágase en mí según tu palabra”.
San Bernardo nos narra
este momento de una manera encantadora:
“Tras la caída de nuestros primeros padres, todo el mundo
queda oscurecido bajo el dominio de la muerte. Llama a la puerta de María.
Necesita la libertad humana. No puede redimir al hombre, creado libre, sin un
“sí” libre de su voluntad. Al crear la libertad, Dios se ha hecho, en cierto
modo, dependiente del hombre. Su poder está vinculado al “sí” no forzado de una
persona humana”. La creación entera está pendiente de los labios de María,
cuando al fin salió de su corazón la respuesta: “Hágase en mí según tu
palabra”. Es el momento de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez,
en la que se toma la decisión más alta de la libertad humana”.
...Y llegado el momento, que Lucas sitúa en la historia con
todo lujo de de talles, cuando todo estaba en profundo silencio... “le llegó a
María el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito y lo envolvió en
pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada” (Le
2,65). “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) ... “Vino a su casa y los suyos no le
recibieron” (Jn 1,11).
No hay sitio para el Salvador del mundo. El Todopoderoso
no tiene cabida en este mundo corrompido. Sus seguidores, los cristianos,
también tienen que salir de los criterios de este mundo, si quieren llegar a
Dios. No olvidemos que ahora somos “hijos de la luz, y el fruto de la luz es
todo bondad, justicia y verdad” (Ef 5,8).
El pan bajado del cielo, como nos
dice San Agustín, yace en un pesebre. En la pobreza del Nacimiento de Cristo se
perfila la redención de los hombres. Los primeros en tener noticia del
Nacimiento de Cristo son los humildes pastores, por medio del anuncio del
Ángel. El gran Pastor de los hombres ha nacido entre pastores (Cfr. Benedicto
XVI, La Infancia de Jesús). Los pastores se apresuran a ver al Niño recién
nacido, y en cambio, como dice J. Ratzinger, ¿qué cristianos se apresuran hoy
cuando se trata de las cosas de Dios?
Ha pasado ya mucho tiempo de este acontecimiento, y aún el
cielo y la tierra no se han unido, aunque lo temporal y lo eterno se dieran la
mano, lo pequeño pasaba a ser enorme, y la increíble inmensidad quedaba
encerrada en la pequeñez de un niño. La tierra estaba en tinieblas y Él vino
como luz para iluminarnos, pero las tinieblas siguen rechazando la Luz.
Pero el
recién nacido que tantas alegrías nos ha traído, sigue presente abriendo sus
bracitos, calladito, esperando que el mundo capte su mensaje, sin protestar,
sin condenar: “El Hijo del hombre no ha venido a este mundo para juzgarlo, sino
para salvarlo” (Cfr. Jn 3,17).
Este pequeñín es el Emmanuel, Dios con nosotros.
Aquí está la clave del mensaje, que Él se hace hombre para que los hombres se
hagan Dios.
Como decía Ortega y Gasset: “Si Dios se ha hecho hombre, ¡Qué
gran-de es ser hombre!” El mundo occidental ha dejado de lado al Emmanuel para
acudir a otros dioses. Es realmente sorprendente el paso de muchos católicos a
otras religiones que se han puesto de moda, en alguna de las cuales la ausencia
de Dios es total, o, a lo sumo, un Dios lejano e inaccesible. Ni siquiera
nuestros hermanos mayores en la fe -como los llamó Juan Pablo II en su visita a
la sinagoga de Roma en 1986- han sido capaces de aceptar un Dios tan humano
como el Niño que contemplamos en la cuna.
Dios, a quien nadie ha visto nunca ni
lo puede ver (Cfr. Jn 1,18), se hace “visible” en el Hijo hecho hombre y nacido
de María. Así respondió Él mismo a la petición de los Apóstoles “Muéstranos al
Padre”; “¿No creéis que Yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Yo y el Padre
somos una misma cosa” (Cfr. Jn 14,8-1 1).
Aunque todavía no podamos conocer a
Dios “cara a cara”, como nos dice san Pablo, sin embargo tenemos que reconocer
que en la Navidad se acerca al hombre hasta donde somos capaces de entender. Y
fue tan lejos en su acercamiento al hombre que llegó a ser “escándalo para los
judíos y necedad para los paganos” (Cfr. 1 Cor 1,28).
La Navidad es un misterio de amor, que el hombre de hoy no
acaba de entender. Dios nos ama tanto, que nos envía al Hijo para que nosotros
podamos llegar a El. En el Niño de Belén, tan humano, tan desvalido, la
humanidad se acerca al mayestático y lejano Dios de los judíos y los islámicos.
¡Qué suerte tenemos los cristianos! Hemos escondido a un hombre en Dios, y para
siempre seremos uno con Él. Cristo está en el centro de nuestra fe y de nuestra
vida. Lamentablemente sigue siendo un hecho actual que “muchos de los suyos no
le reciben”. Para estos seguirá siendo triste la Navidad.
Pero la Navidad es
otra cosa:
“Es dejar en cualquier rincón perdido de la trastienda del
alma todo el lastre, la angustia del mundo, y desnudar el corazón de capas de
vejez amarga. Es ser tan leve como Dios inmerso en la asombrosa pequeñez del
tiempo y de la carne. Es conocer, una vez más, que no hay amor, risa ni llanto,
muerte o soledad, que no estén arropados por la desnudez de Dios que los acoge
enteros... Navidad es quedarse indefenso y pequeño para sentir y saber algo de
la alta ciencia de Dios que pide y siembra amores” (Equipo Vocacional Mater
Ecclesiae, Madrid).
Como decíamos al principio, después de tanto tiempo desde la
primera Navidad, el mundo sigue en tinieblas, fomentando una sociedad pagana.
Pero Dios no se cansa: sigue presentándose en el pesebre y no dice nada; sólo
sonríe y abre los brazos. Parece que el Verbo se ha quedado mudo. No se cansa
nunca y no se asusta ante la suciedad y la miseria. Su poder es más grande que
todo el mal del que el hombre debería tener miedo. Aquí podríamos aplicarnos
las palabras de san Pablo: “Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois
luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz” (Ef 5,8). “¡Oh, admirable
intercambio! El Creador del género humano nos entrega su divinidad al tomar un
cuerpo humano”. La vida divina que se encierra en el alma es la luz que surge
en las tinieblas: el milagro de la Navidad.
Una vez más recordemos en la Navidad a la mujer que hizo
posible esta maravilla, María, convertida en auténtica Madre de Dios al dar su
consentimiento al ángel. Es nuestra natural mediadora para acercarnos al Hijo.
María es la nueva Eva que Dios pone ante el nuevo Adán, Cristo, y, comenzando
por la Anunciación, pasando por su alumbramiento en Belén, la Cruz en el
Gólgota, y terminando en el cenáculo el día de Pentecostés, la Madre del Mesías
se convierte en Madre de toda la Iglesia. Cristo vencerá por medio de María.
http://ocarm.org/es/content/ocarm/alegr-navidad-silencio-dios
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